La batalla de Zama, el fin del imperio cartaginés
En el 204 a.C., Roma y Cartago llevaban 14 años en guerra. El cónsul romano Publio Cornelio Escipión
intentó entonces una arriesgada maniobra: atacar directamente Cartago para decidir la suerte del conflicto en territorio enemigo. La batalla definitiva se libró en Zama (cerca de Túnez) el 19 de octubre del 202 a.C.
A finales del siglo III a.C., Roma libró uno de los conflictos más importantes de su historia: la Segunda Guerra Púnica, que la enfrentó a la metrópoli africana de Cartago.
La lucha, iniciada en el 218 a.C. a raíz del dominio sobre Hispania, se extendió rápidamente a un gran número de escenarios incluyendo la propia península Itálica; y a lo largo de los años se convirtió en un tremendo esfuerzo bélico que pesaba sobre ambas potencias, sin que ninguna diese su brazo a torcer.
En el 205 a.C. Publio Cornelio Escipión, el general romano que había asegurado el control de Hispania, fue elegido cónsul. Esto le dio la autoridad para proponer un atrevido plan con el que pensaba terminar definitivamente la guerra: así como Aníbal,
el comandante cartaginés, había puesto a los romanos contra las cuerdas al llevar la batalla a Italia, ahora le pagarían con la misma moneda y atacarían directamente la ciudad de Cartago. La propuesta era arriesgada ya que implicaba desplazar el grueso del ejército a África, dejando casi desprotegida Roma, y se basaba en la suposición de que Aníbal se retiraría para acudir en defensa de su ciudad.
El Senado inicialmente se opuso a ello y a Escipión se le permitió solamente reclutar voluntarios y mercenarios para lanzar una campaña en África, pero las victorias que obtuvo y sobre todo el botín que periódicamente enviaba a Roma hicieron incrementar cada vez más las fuerzas a su disposición. Paralelamente entabló negociaciones con algunos de los aliados de los cartagineses, prometiéndoles beneficios si cambiaban de bando. El mayor éxito fue reclutar para su causa a Masinisa, príncipe de Numidia (en la actual Mauritania), apoyándole en sus pretensiones al trono a cambio del apoyo de su caballería en la guerra contra Cartago, una ayuda que se revelaría como decisiva.
La apuesta de Escipión le había salido bien: ante las victorias de los romanos en suelo africano Cartago llamó de vuelta a Aníbal, alejando el peligro de Italia. Ahora todo lo que le quedaba por hacer al cónsul era vencer a su adversario en su propio terreno. El 19 de octubre del 202 a.C., los dos grandes generales que habían protagonizado la guerra se encontraron frente a frente en Zama, en las proximidades de Cartago (cerca de la actual Túnez) para librar la batalla que decidiría el conflicto de una vez por todas.
El 19 de octubre del 202 a.C., Aníbal y Escipión se encontraron con sus ejércitos en Zama, cerca de Cartago, donde se libraría la última batalla de la Segunda Guerra Púnica.
Los refuerzos que Escipión había obtenido y el apoyo parcial de la caballería númida -parte de la cual no cambió de bando y siguió combatiendo para Cartago- ni siquiera bastaban para equilibrar las fuerzas: los números de los cartagineses eran superiores y además contaban aún con unos 80 elefantes de guerra, que habían sido una de sus mejores armas a lo largo del conflicto.
Aníbal situó a los paquidermos al frente de la formación con la intención de desbaratar las líneas romanas, formadas por tres líneas de infantería en el centro y dos alas de caballería -una númida y una itálica-. Muy parecida era la formación de los cartagineses, pero más compacta en las filas de la infantería. La intención de ambos comandantes era llevar a cabo una maniobra desde los flancos para rodear las filas enemigas, algo que el general cartaginés esperaba conseguir rompiendo primero la formación romana con sus elefantes.
FORMACIÓN BATALLA DE ZAMA
Formación de combate al inicio de la batalla: la infantería en el centro, con las fuerzas más veteranas en la retaguardia, y las dos alas de caballería en los flancos. La infantería romana (en rojo) está distribuida en varias unidades pequeñas, mientras que la cartaginesa (azul) forma filas compactas con los elefantes de guerra en primera línea.
Sin embargo, a lo largo de la guerra los romanos ya habían aprendido el mayor punto débil de aquellas enormes bestias de guerra: si entraban en pánico se convertían en un peligro para su propio bando. Por ello, nada más empezar el combate hicieron sonar las trompetas para asustar a los animales, a los que luego la infantería ligera atacó con jabalinas y piedras. Como había previsto Escipión, los elefantes intentaron huir, primero desde los flancos -sembrando el caos entre la caballería de los cartagineses- y luego a través de las líneas romanas: el cónsul había dispuesto la infantería en diversas unidades separadas en vez de una fila compacta, dejando un espacio por el que los paquidermos pudieron escapar sin llevarse por delante a los romanos.
La caballería romana aprovechó entonces el caos para hostigar a las dos alas de caballería enemiga, que se batieron en retirada dejando a la infantería sola en el corazón del campo de batalla. En ese punto los cartagineses aún conservaban la ventaja numérica y, además, su formación más compacta que la romana les facilitaba la maniobra envolvente. Pero las tornas cambiaron cuando los caballeros romanos, habiendo puesto en fuga a sus adversarios, dieron media vuelta y atacaron la formación cartaginesa desde la retaguardia, rodeando a la infantería y determinando el resultado de la batalla.
Los números de la batalla hablan por sí mismos: mientras los romanos habían sufrido alrededor de 4.000 bajas, los cartagineses contabilizaron unos 24.000 muertos y 10.000 prisioneros. Aníbal logró salvarse y escapar del campo de batalla, pero su suerte estaba escrita: no solo había perdido a casi todo su ejército, sino que la humillante derrota destruyó en un solo encuentro todo el prestigio que había ganado a lo largo de la guerra y la confianza del gobierno de su ciudad. El 29 de octubre, Escipión recibió a la delegación cartaginesa para establecer las condiciones de paz que, dada la situación, Roma podía imponer a su gusto.
Cartago fue obligada a renunciar a su estado de potencia mediterránea y convertirse de facto en cliente de Roma, teniendo que reducir su maquinaria de guerra al mínimo indispensable.
Su flota quedaba reducida a diez trirremes, debía entregar todos los elefantes de guerra y se le prohibía enrolar mercenarios o entrar en guerra sin el consentimiento de Roma.
Además, aceptaba la pérdida de Hispania y debía pagar una desorbitada indemnización de guerra en los próximos cincuenta años.
Aníbal sintió en sus carnes todo el peso de su fracaso: primero fue relegado a un cargo menor y en el 195 a.C. partió hacia el exilio en Oriente.
Con todo, Aníbal, elegido sufeta para los años 197 y 196 a.C., intentó reconstruir el poderío militar cartaginés, pero, perseguido por los romanos, hubo de huir y refugiarse en la corte de Antíoco III de Siria, a quien indujo a enfrentarse con Roma, mientras él negociaba una alianza con Filipo V de Macedonia. A raíz de las victorias romanas sobre los sirios en las Termópilas (191 a.C.) y en Magnesia (189 a.C.), Aníbal huyó a Bitinia, donde decidió quitarse la vida el año 183 a.C., para evitar que el rey Prusias lo entregase a Roma y ante la imposibilidad de encontrar un refugio en que pudiera sentirse seguro.
El sometimiento de la gran potencia rival debería haber sido acogido de forma triunfal en Roma y, de hecho, Escipión recibió el cognomen honorífico de Africano por su empresa. Sin embargo el precio de la guerra había sido muy alto también para Roma: a su paso por Italia Aníbal había devastado gran parte de la península, causando un daño tremendo a la agricultura y al comercio, el gasto económico había secado las arcas del estado y el esfuerzo bélico en términos humanos había diezmado la clase media romana.
Contra todo pronóstico, ese no fue el fin de Cartago. Aun privada de su condición de metrópolis, la ciudad continuó prosperando gracias al comercio. Cuando en el 152 a.C. una delegación romana visitó la ciudad, Catón el Viejo quedó sorprendido a la par que asustado: aquel viaje lo convenció de que Roma no estaría a salvo mientras su vieja rival existiera. Desde entonces tomó la costumbre de terminar todos sus discursos, hablara de lo que hablase, con la frase: “Y además de esto, opino que Cartago debe ser destruida”. Y aunque llevó unos años, al final le hicieron caso.
Mi agradecimiento a :