Las Heroínas Palentinas que dieron «una patada en el culo» a los Lancaster
Hola de nuevo amigos, voy a contaros una historia de nuestra querida tierra, que quizá no conozcáis, pero que vale la pena.
De todos es conocida la valentía de las mujeres españolas, en los diferentes conflictos de nuestra historia, pero este en concreto es digno de mencionar.
La frialdad, la fuerza, la rabia, por defender lo suyo, las hizo merecedoras de ocupar un sitio en la historia.
Fue un ejército de mujeres palentinas las que acabaron con los invasores ingleses allá por 1386 y desde entonces son «caballeros de honor».
Desde el siglo XIV pueden portar la banda de oro que las igualaba a los caballeros.
Juan I para premiar dicha gesta, dio el privilegio perpetuo a las mujeres de Palencia de ser caballeros de honor y portar la banda de oro que las iguala a los caballeros.
En el año 1386 reinando en Castilla Juan I, como consecuencia de la batalla de Aljubarrota.
Castilla quedó desguarnecida, lo que el Duque de Lancaster, consideró una situación óptima, para reivindicar la corona de Castilla de la cual se consideraba pretendiente legítimo.
Desembarcó en Galicia y empezó su incursión hacia el núcleo de Castilla. Tomó sucesivamente, La Coruña, Santiago, Orense, y entabló batallas victoriosas en diversos frentes de Castilla, hasta que llegó a Palencia, a primeros de junio de 1387, donde se encontró con una ciudad desguarnecida, puesto que la inmensa mayoría de los hombres habían partido a luchar a las órdenes del Rey de Castilla, por lo que entendió que sería un paseo militar la toma de la Ciudad…. pero nada más lejos de la realidad, puesto que las mujeres de Palencia se levantaron en armas y formaron un ejército, lo cual refrenó las pretensiones dinásticas del Duque de Lancaster.
Juan I para premiar dicha gesta, dio el privilegio perpetuo a las mujeres de Palencia de ser caballeros de honor y portar la banda de oro que las iguala a los caballeros.
Hoy en día es un distintivo que únicamente pueden llevar las mujeres palentinas.
Como recuerdo de la valentía de la mujer palentina, además de la banda de oro también se guarda en Palencia una mesa de nogal, rematada con una gran placa de mármol, en la que se recuerda el privilegio otorgado por el rey Juan I a las mujeres de Palencia por haberse enfrentado a los asediadores ingleses cuando los hombres palentinos se hallaban ausentes, enrolados en las mesnadas reales.
En la inscripción se recoge que a las mujeres de Palencia se les concedió el honor de poder adornar sus tocas con los colores oro y rojo, un privilegio sólo reservado a los caballeros.
La guerra civil castellana que mantuvieron Pedro I el Cruel y Enrique de Trastámara se prolongó durante unos años más en la figura de sus hijos. Reinaba en Castilla Juan I, hijo de Enrique, y ambicionaba su trono la Casa de Lancaster, al estar casado el duque inglés con la hija de Pedro I, doña Constanza. Salvo esta pequeña tensión, que no era más que una aspiración más o menos lejana, reinaba la paz en la península. Navarra y Aragón vivían en armonía con Castilla y Granada pagaba puntualmente el precio de su libertad. Tal vez inquieto por aquella calma que podía resultar amenazante para la independencia de su reino, Fernando I de Portugal rompió la concordia y se alió con los ingleses defendiendo los derechos dinásticos del duque de Lancaster.
Juan I, rey prudente donde los haya, propuso arreglar el asunto como se hacía en la época, con una buena boda concertada y escoge a su segundo hijo, Fernando, y a la heredera del rey portugués, doña Beatriz, siendo al final él mismo quien casa con Beatriz al quedar viudo de su esposa Leonor. Lo que los esponsales prevén es que el hijo que tengan Juan y Beatriz reine en Portugal y el primogénito del rey, Enrique, lo haga en Castilla. Sin embargo, a la muerte de Fernando I el pacto no fue respetado y los portugueses proclamaron rey al hermano bastardo de Fernando, Juan de Avis.
El rey castellano atacó entonces Lisboa para reclamar los derechos de su esposa pero una parte del pueblo se levantó en armas y sus constantes emboscadas, unidas a una epidemia de peste que diezmó a los oficiales españoles, impidieron la victoria. El destino de Portugal se dirimiría en Aljubarrota y supondrá una de las mayores derrotas de la historia medieval española. Para los portugueses, Aljubarrota fue uno de los pilares fundacionales de su identidad nacional y no es en absoluto exagerado, puesto que una victoria castellana habría consolidado el proyecto de una gran nación ibérica unida quizás para siempre.
La victoria portuguesa, ayudada por el ejército inglés, excitó de nuevo las aspiraciones de Juan de Gante, el duque de Lancaster, al trono castellano. El momento era propicio. Juan I había perdido cuatro mil hombres en la batalla y otros cinco mil habían caído prisioneros, muriendo en el regreso a casa otros tantos, tan heridos y maltrechos como quedaron. No habría mejor momento que aquel: Castilla estaba indefensa.
En julio de 1386, Juan de Gante desembarcó en La Coruña con 7.000 hombres. De allí marchó a Santiago, donde proclamó Papa a Urbano VI, para después hacerse fuerte en Ourense. Desde aquel bastión, tenía a la vista toda la ribera del Duero y dado que además la tierra le proporcionaba buen vino y viandas, decidió tomarse la conquista con calma, pasando por alto que muchos de sus hombres viviesen aquel retiro gallego abandonados a borracheras interminables.
Llegada la primavera de 1387 el duque avanzó hasta Alcañices, ciudad que ocupó sin blandir siquiera una espada. A partir de entonces no le sería tan fácil. Juan I de Castilla, falto de efectivos y sobre todo de capitanes, dispuso una línea defensiva que iba de León a Zamora pasando por Benavente.
En Benavente se produjo la primera acción militar de la campaña. Defendía la ciudad el caballero Alvar Pérez Osorio que había tenido la viveza de ordenar la destrucción de los campos en muchas leguas alrededor. Los asaltantes se vieron pronto acuciados por la falta de víveres y tras dos largos meses de duros combates bien repelidos por la guarnición de la ciudad, el duque y sus aliados portugueses tuvieron que retirarse.
Ante la falta de víveres, las tropas de Juan Gante se entretuvieron en un pequeño pueblo cercano a Benavente, Valderas, que no contaba con muralla ni condiciones para resistir, pese a lo cual combatió con arrojo y aún antes de rendirse, sus habitantes derramaron el vino, quemaron el trigo y huyeron con lo demás, dejando la villa tan desierta que los hombres de Lancaster le prendieron fuego ciegos de rabia.
Habían acudido en auxilio de Valderas algunos caballeros palentinos, entre los pocos que aún quedaban en pie tras el desastre de Aljubarrota. Otros tantos habían sido reclutados por Juan I para la defensa de su eje principal, entre León y Zamora. El caso es que el duque de Lancaster, tras aquellos infructuosos asedios, encaminó sus pasos hacia el río Carrión llegando a la ciudad de Palencia, en la que no había más que mujeres y niños para defenderla. Por fin una presa fácil para su desanimado ejército.
Pese a la ausencia de varones, la ciudad no había dejado de funcionar a ritmo animoso. Las mujeres pastoreaban el ganado y se ocupaban de la cosecha, cuidaban de los niños y los ancianos y permitían que la vida siguiese su curso sin contratiempos. Al menos hasta aquella tarde de mayo de 1388 en que divisaron una polvareda en la lejanía y agudizando la vista, distinguieron unos estandartes desconocidos que se acercaban amenazantes. La inquietud se apoderó de aquellas mujeres hasta que algunas, las más líderes, empezaron a tomar decisiones. Primero, recogieron el ganado y las provisiones y cerraron las puertas de la ciudad. Después, llegó la hora de organizar la defensa.
Pero, ¿qué podían hacer aquellas mujeres ante un ejército como el del duque de Lancaster? Quizás no mucho, pero lo que tenían muy claro es que no se quedarían a ver cómo entraban en la ciudad y pasaban a cuchillo a sus hijos. Con la trágica lógica de su angustiosa situación, resolvieron atacar a los ingleses. Al menos, aquella improbable maniobra les tomaría por sorpresa. Sin lanzas, ni escudos, ni espadas, revuelven por sus casas para encontrar herramientas puntiagudas y amenazantes: guadañas, azadas, hachas, cuchillos, rastrillos…
Cae la noche y las tropas inglesas descansan satisfechas en un remanso del río. A la mañana siguiente se cobrarán, seguro, la primera pieza de la campaña. Su sueño es profundo, confiado, pero despertarán de él abruptamente con la primera luz del alba cuando cientos de sombras caen sobre ellos. Con los pañuelos anudados, los zuecos y los mandiles, blandiendo rastrillos y guadañas, las palentinas forman un ejército insólito, tan extraño que parece algo sobrenatural, incluso tenebroso. La sorpresa no dura más que unos minutos, suficiente para que aquellas fieras madres tomen una posición de ventaja, pero los ingleses se recomponen y empiezan a equilibrar la batalla.
Las mujeres mueren por decenas pero el estímulo de sus hijos les da vigor para seguir lanzando torpes y desesperados golpes que mantienen a raya a sus enemigos. Finalmente, tras horas de combate, los ingleses se baten en retirada. Han sido vencidos por un ejército de campesinas y su humillación será legendaria, pero aquellas mujeres que tras la batalla desfallecen mostrando su verdadera fragilidad, habían luchado como verdaderos demonios, con una fuerza y una voluntad titánicas.
La campaña del duque fue tan desastrosa que pronto se avino a negociar la paz, un recurso, el diplomático, al que el rey Juan I estaba siempre abierto. En 1388 firmaron el Tratado de Bayona, en el que acordaron el matrimonio de don Enrique, heredero del trono de Castilla, con Catalina, hija del duque inglés y nieta de Pedro I el Cruel por línea materna. Impresionados por la resistencia de las mujeres de Palencia, el duque y el monarca castellano escogieron esta ciudad para la celebración de la boda, que tendría lugar el 17 de septiembre en la catedral de San Antolín.
Como premio a su gran valor, Juan I concedió a las mujeres palentinas el ‘derecho de tocas’, permitiéndoles llevar en sus tocados una banda de color rojo y oro, símbolo de la ciudad y que hasta entonces era derecho exclusivo de los caballeros. El traje regional palentino incorpora esta merced del monarca en reconocimiento al heroico comportamiento de aquellas mujeres.
La Paz de Bayona, que cambió el mapa europeo de alianzas al inclinar a Castilla hacia Inglaterra en detrimento de Francia, establecía, por primera vez en la historia, que los novios tuviesen la consideración de príncipes de Asturias, un título que desde entonces llevarían todos los primogénitos como herederos del trono castellano.
La boda de los príncipes fue todo un acontecimiento en Palencia. Las calles se llenaron de nobles y plebeyos llegados de todos los rincones de la península. El joven heredero tenía sólo diez años y la princesa 14. La boda tardó tres años en consumarse y tuvieron que pasar diez más para que Catalina diera a luz a su primer vástago. Enrique III reinaría con el sobrenombre del ‘Doliente’ por su delicada salud, pese a lo cual fue un rey prudente que dirigió a Castilla sin estridencias aprovechando la paz conseguida por su padre. El único punto oscuro de su reinado, sin grandes batallas ni errores relevantes, fueron las feroces persecuciones a las que sometió a los judíos.
La reina Catalina trajo como parte de su dote un rebaño de ovejas merinas, por entonces muy apreciadas por el fino tacto de su lana, lo que dio un impulso decisivo al comercio español de ganado y a sus fábricas de paños, que empezaron a competir con las centroeuropeas. La regencia de Catalina a la muerte de su frágil marido no puede considerarse brillante, pero en su haber quedará siempre el ser la abuela de Isabel la Católica, de quien se dice que heredó su templanza británica, su piel blanca y fina y sus famosos ‘ojos de garza’.
Cada vez que suena el himno de la ciudad se hace referencia a este capítulo de la historia palentina:
En tus muros se estrella Lancaster,
triunfa de él la mujer palentina
Y eso es todo amigos, bonita historia de unas mujeres increíbles, dotadas de una fuerza y de un espíritu envidiable.
Deseando estoy de ir a la ciudad de Palencia y meterme en su historia y de seguir averiguando anécdotas de aquellos tiempos y de degustar de su gastronomía, caray, que debe ser exquisita y de hablar con sus gentes castellanas que de seguro enriquecerán mi espíritu.
Un saludo y hasta la próxima,